Ya sea que dirijamos un hogar o construyamos una casa, trabajemos en una fábrica o apoyemos un ministerio, hay un principio vital que lo abarca todo, todas nuestras empresas requieren una dependencia total de Dios, sin la cual todos los esfuerzos se verán frustrados, y todas las actividades serán infructuosas.
Independientemente de las habilidades desarrolladas, de los talentos naturales, de las capacidades físicas o del genio intelectual, todo esfuerzo gastado que excluya al Señor será inútil e infructuoso. A menos que el Señor guarde el hogar, la familia, la ciudad o la iglesia, el trabajo del vigilante o el esfuerzo del ministro serán en vano, ya que ni la diligencia ni la vigilancia aprovecharán un ápice, sin el Señor mismo al frente. Qué bendito es, por tanto, el hogar, la familia, la nación, el pueblo, que tiene a Dios como cabeza de su casa y Señor de sus vidas.
Fue el rey Salomón a quien se atribuye este salmo, cuya gran sabiduría fue aclamada en todo el mundo y muchos de sus preceptos y proverbios, que fueron inspirados por el Espíritu Santo, están contenidos en las Escrituras.
¿No deberíamos buscar diligentemente aplicar esta verdad en cada rincón de nuestras vidas; en nuestros hogares; en nuestro trabajo y en nuestro mundo – ya que a menos que el Señor ocupe el lugar que le corresponde en todo lo que hacemos, trabajaremos en vano y el trabajo de nuestra vida será infructuoso?